Y por fin se acercaba el momento esperado. Para la mayoría de los asistentes era una ocasión única, pues si bien IRON MAIDEN es una banda que nos visita habitualmente, una gira que rememorara la época dorada de "Powerslave", "Somewhere in Time" y "Seventh Son" es algo que nadie quería perderse. Yo mismo, que tuve la fortuna de poder ver aquellas 3 giras en su momento, me sentía emocionado como un niño pequeño. Parecía que los miles de personas que nos acercábamos al escenario generábamos un campo eléctrico que crecía en el momento en que las pantallas comenzaban a mostrar imágenes del grupo viajando en su avión, en contacto con los fans y todo con el fondo reconocible del "Churchill Speech". Un discurso que cobra su sentido para todos los que no somos británicos en el momento en que las mágicas "We shall never surrender" dan paso a los acordes de "Aces High". Y desde ese momento y durante la siguiente hora y media larga nos íbamos a sentir trasladados a un universo diferente, íbamos a vivir aquello que ha hecho que el Heavy Metal lleve décadas atrayendo a públicos de todas las edades y condiciones, a esa magia que sentimos que es irrepetible y que, por fortuna, se vuelve a crear cuando Harris y demás compinches pisan un escenario.
Pero vayamos por partes: Mientras "Aces High" y "Two minutes to midnight" sonaban era momento de fijarnos en el enorme escenario y la decoración escogida para esta ocasión. Siguiendo con la línea de decoración de los últimos años, mucho más basada en telones que en el cartón piedra de aquella mítica gira de "Seventh", la fantástica iluminación permite generar la ilusión buscada, de ver a la banda en un stage plagado de simbología egipcia, del que destacan infinidad de detalles en los soportes de las pasarelas. Una pena no poder ver el suelo, ya que en fotos aéreas se observa que hasta ahí los chicos trabajan hasta el mínimo detalle toda la composición escénica.
Pero claro, lo de menos es el continente si falla el contenido. En el caso de MAIDEN no suele ocurrir, pero el viernes su actuación rozó lo sublime. Sonaba la melodía de de "Two minutes" cuando Bruce lanzaba su primer esperado "Scream for me España – Scream for me Mérida" y nos uníamos todos en un coro ensordecedor. Bruce, vestido con unos irrepetibles pantalones simulando jirones, con una camiseta ajustada que acabaría completamente empapada y un gorrito de lana, actuaba de maestro de ceremonias, manteniendo su voz en unos tonos excelentes, ni tan agudos como en las últimas ocasiones, tanto que a veces parecen forzados, pero por supuesto en la tesitura que todos deseamos.
"Revelations" se escuchó con toda su carga emocionante y nos mostraba que el cantante está en una forma física envidiable, sin parar de correr por las plataformas que iban de un lado al otro del escenario y que el resto de la banda no le va a la zaga. Steve Harris, esta vez sí, vestido con pantalones elásticos, camiseta ajustada con un motivo egipcio en el pecho, apuntando con su bajo al público, cantando todos los temas, y corriendo de una punta a otra del escenario sin parar. Janick Geers haciendo sus malabarismos habituales con la guitarra, pero sin olvidarse de tocar, mucho más participativo, y marcándose un solo precioso en una canción ya de por sí, de auténtico lujo.
Pocos riffs son tan reconocibles en el Metal como "The trooper". A su son y con el telón que representaba la legendaria portada, Bruce volvía a blandir la "Union Jack" enfundado en su casaca roja. No dejábamos de bendecir que su voz estuviera tan bien, y tampoco dejábamos de disfrutar con Dave y con Adrian. Qué lejos quedan ya aquellos años en los que apenas se movían de su sitio. No son como Janick, por supuesto, pero su estatismo quedó para la posteridad en vídeos como "Live after death". Sonrientes, emanando buen rollo, intercambiando sus posiciones. Volviendo a hacer posible lo impensable, una banda de Metal clásica con tres guitarras. Y si les observábamos con la boca abierta, como no se nos iban a saltar las lágrimas al sonar el solo que da apertura a "Wasted Years". Mirando al escenario, fijándonos en las pantallas, viendo los dedos de Adrian recorrer un mástil que cualquierade nosotros lo hemos recorrido de forma imaginaria una y mil veces.
El diablo apareció en un lateral del escenario para anunciarnos que "The number of the beast" sigue siendo un tema necesario. Da igual que la toquen gira tras gira. Sería difícil comprender un concierto que no incluyera la canción que marcó a una generación. Padres con sus hijos al lado levantaban el puño gritando "Six, six, six" a un ritmo endiablado. Nada de ralentizar el tempo. "The number" sonó como debe, rápida e himnótica, acompañada de fogonazos por todo el escenario y al llegar a su final, mientras la banda cogía aire por primera vez en la actuación, sólo podía escapársenos de nuestra garganta el "oeh, oeh" que se dispensa para los más grandes.
Esa mínima parada sirvió para que viéramos por primera vez a Nicko fuera de la batería. Cachondo, como siempre, bromeando con Dickinson y con Harris. Dejando claro con sus miradas que el concierto estaba saliendo como ellos querían, que estaban mostrando lo que todos soñamos cuando pensamos en IRON MAIDEN: seis amiguetes que tocan como los ángeles temas de ensueño. Temas de locura como "Can i play with madness" que sonó mucho más directo y duro de lo que habitualmente lo hace, pero sin perder la melodía característica que convertía la canción en uno de los temas más radiables de su carrera.
Un nuevo cambio de telón y llegaba el instante para muchos más esperado de la noche. Y también el más arriesgado. "Rime the ancient mariner" y "Powerslave" son absolutamente increíbles. Pero también son temas muy largos. Si la interpretación falla puede lastrar la actuación. Sin embargo lo que ocurrió fue que durante los siguientes 20 minutos nadie se sintió defraudado o pensó que se alargara en exceso. "Rime" nos transportó a la magia hecha realidad, tanto por la perfecta interpretación de Bruce, no sólo en el aspecto vocal, sino también en el teatral, como en el feeling en la cantidad de sensaciones que ponían los pelos de punta. Cuando llegaba la parte intermedia del tema, la que marcaba el camino de los medios tiempos que iban a seguir con ahínco en sus composiciones años después, el set de iluminación comenzaba a descender y a balancearse como lo hace un barco a la deriva.
Sentíamos en nuestros huesos el crujir de las maderas, la humedad que nos trasladaba las nubes posadas en el escenario. Veíamos los espectros de una banda que llegaba a rozar el nirvana. Pocas, muy pocas veces de las 19 veces que he visto a IRON MAIDEN me he sentido igual. Y creo no equivocarme si digo que todos vivimos un momento que sabíamos era casi irrepetible. Larga, majestuosa rima metálica que se enlazaba con "Powerslave" y que nos mostraba a Bruce tocado con su vieja máscara y en la que de nuevo los fogonazos y la pirotecnia aparecían. Los justos, los que servían para ambientar aun mejor el tema, pero que no distraían de lo fundamental, la calidad inconmensurable de la canción y de sus intérpretes.
Es muy difícil superar un momento en el que se llega a la catarsis con el público. Y MAIDEN lo sabe. Así que mejor que incorporar al mismo hasta lo alto del escenario. "Heaven can wait" es la pequeña metáfora que la banda creó para sus fans. Metáfora puesto que ver a fans desconocidos cantando los coros rodeando a Harris es vernos a nosotros mismos allí arriba. Da igual que no seamos los que estemos sobre las tablas físicamente. Todos, de alguna forma, estamos representados en ese momento. Incluso los más jóvenes. Los que apenas tienen edad para comprender qué es lo que está pasando, pero saben que es algo grande y especial. Y el bebé en brazos de su madre que nos miraba entre divertido y sorprendido por la cantidad de amigos que cantaban juntos era una prueba más de esa construcción metafórica. Todos cantábamos, todos éramos IRON MAIDEN.
"Run to the hills" nos devolvía a la realidad por unos minutos. Volvía a hacernos disfrutar con las carreras de Steve por todo el escenario y con la facilidad para la improvisación de Dave Murray, que siempre incluye novedades en los solos. Lo que para cualquier otro serían equivocaciones, en sus manos no es más que recreación permanente de un single irrepetible. Y tras ella, el único tema que algunos habríamos dejado fuera del guión. Razones tendrán para incluir "Fear of the dark" en una gira que rememora discos anteriores pero es un ejercicio vano discutir sobre ello. La tocan y todos la cantamos. No podría ser de otra manera. Incluso aunque soñemos con un "Alexander" que nunca llega, que siempre queda en el tintero. Siempre he pensado que "Fear" es el eslabón que une los MAIDEN de temas cortos y directos con su pasión por temas más ambientales. Y es el enlace que les permite saber que además de sus hits de siempre hay más, otro tipo de composiciones más largas y complejas, con las que disfrutan tanto o más.
Queríamos ver a Eddy, queríamos ver al monstruo momificado salir de la esfinge, y qué mejor que hacerlo con la canción que les nombra. El tema que es el compendio de su música. De la música que les aupó a lo más alto y que allí les mantiene. "Iron Maiden" sonó como debe, y al aparecer la momia todos nos sentimos tocados por ella, nos miraba, nos contaba y parecía decirnos, sí, soy yo y aquí estoy para vigilar que el grupo no pierda nunca sus esencias.
Era el momento de la despedida previa a los bises. Bises que arrancaban con Bruce bromeando de nuevo, esta vez con Dave Murray que con una guitarra acústica acompañó los versos que todos cantamos: "Seven deadly sins, seven ways to win…" para lanzarse a interpretar "Moonchild", felizmente recuperada en esta gira. Eddie no nos había olvidado y apareciendo majestuoso, recién salido de su nave espacial nos apuntaría a todos con su galáctica pistola mientras Bruce atacaba "The Clairvoyant". Los fogonazos volvían a envolver a Adrian y a un Janick desaforado y todos sabíamos que se acercaba el momento del fin. El momento en el que todo acabaría hasta próxima vez. "Hallowed by thy name" es tan necesaria como imprescindible. Es el final que nos resistimos que llegue, pero que finalmente nos devuelve a la realidad. Es la canción que nos aterriza tras un viaje desde cualquier lugar en el tiempo. Aquella en la que vemos a seis individuos despidiéndose cortésmente y que nos dejan con el sabor agridulce en la boca del fin, pero que también nos hace silbar compulsivamente sabiendo que la vida tiene siempre un lado luminoso, que hemos estado allí y lo hemos vivido otra vez, que pase lo que pase, IRON MAIDEN siempre serán eternos y que pronto, seguro que muy pronto, podremos volverles a disfrutar de nuevo.
Para ver un monton de fotos
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